sábado, 11 de febrero de 2012

Público / Privado

En principio no resulta excesivamente complicado definir el ámbito de lo público frente a lo que pertenece de modo exclusivo a la esfera de lo privado. Pero a poco que se va concretando, a poco que se aterriza en la vida real, con sus casos ambiguos, uno aprende que existe una frontera poco definida y los ejemplos y casos prácticos se tornan menos nítidos, los perfiles se difuminan. Es preciso entrar en matices. Y ahí, en los matices, todo se hace etéreo. No digamos ya en la interpretación de los matices. Así que va quedando una frontera difusa en la que ya no es tan sencillo decidir sobre el carácter público o privado de muchas actividades.
            Estoy convencido de que no dudaríamos en atribuir el carácter de estrictamente privado a la correspondencia personal. Si escribes una carta es obvio inferir el ámbito de privacidad al que se somete. Pero la cosa no es tan sencilla si se trata de determinar la propiedad de la misma. En este caso, la carta en cuestión. Para una inmensa mayoría estaría claro que la propiedad de la carta debe ostentarla aquel a quien fue dirigida, al receptor. Él fue el destinatario final de la carta y el emisor decidió que así fuera. En origen, la carta pertenecía a su autor. En destino, al receptor.
            No, no, de verdad, que no voy a entrar en el dilema de a quién pertenece la carta en ese lapsus-limbo en el que la carta siguió su camino y no importa qué empresa de mensajería (pública o privada...) tuvo la encomienda de gestionar el cambio de dueño. Tal vez en otra ocasión, que la cosa promete.
            La carta que yo digo forma parte, supongamos, de la correspondencia privada que un escritor mantuvo con su editor, o con su agente literario. Un agente literario, un editor, meticuloso y ordenado que guardó uno a uno con todo cuidado los documentos que su relación con el escritor fue generando a lo largo de los años. Cartas, facturas, entregas, manuscritos..., todo.
            Seguimos suponiendo. El escritor se ha convertido en un personaje relevante de las letras y el agente / editor avispado se percata de que tiene en sus manos un material sensible que ha adquirido un valor no sólo sentimental del que puede sacar tajada. Y la saca. Alguien abona con gusto lo que se le pide porque cree que lo vale. Alguien que le sacará partido, él sabe cómo.
            De modo que aquellas cartas que se generaron en el ámbito privado pueden llegar ahora a hacerse públicas aireando las grandezas y miserias de quien nunca imaginó que pudiera suceder algo así. Qué puede hacer. Nada.
            El dilema moral está servido. Porque los escrúpulos morales no son virtud que adornen a quien compra para hacer negocio, ni a quien vende para lo mismo. Compran y venden la intimidad ajena. La de quien ahora sabe que se utilizará la suya de un modo que nunca imaginó. O que en su momento no le convino imaginar.        





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