Querella
--A
ver, que yo me entere, lo que quieres es denunciar al ayuntamiento.
--No,
al ayuntamiento no.
--Bueno,
es lo mismo, a la comisión de la cabalgata de reyes.
--Que
no, que no, que no...
Es decir, que no, que lo que don
Higinio Roca quiere es denunciar al rey Melchor. Así, para qué andarse por las
ramas, ya se lo ha repetido cien veces.
--Pero,
hombre de dios, a quién se le ocurre.
--A mí.
Sí señor, a don Higinio Roca, a él
se le ha ocurrido. A él solito, sin ayuda de nadie.
Es don Higinio un cliente habitual
del bufete. Un buen cliente. Pero es más que eso, mucho más. Es un amigo. De
toda la vida. Amigo de toda la vida de don Armando, el socio principal del
despacho. De modo que es él quien le atiende con paciencia casi infinita y una
inquietud creciente que no consigue concretar. Porque la intención de su
cliente y amigo se le antoja un desvarío atroz. Denunciar al Rey Melchor. Van a
salir en los papeles, seguro. Van a ser la comidilla.
Le ha escuchado su relato con
aprensión. A don Higinio Roca, mientras presenciaba la cabalgata de reyes con
sus nietos, le alcanzó una andanada de caramelos. Aún se le nota el chichón,
ahí, justo en la frente. Y las gafas rotas. Lo peor es que no hay quien le
quite de la cabeza que nada fue fortuito, que intención hubo. “Tendrías que
haber visto cómo me miró”. “Quién”. “Quién va a ser, el rey Melchor”. De nada
sirve que se le recuerde que él, como todos, gritaba “aquí, aquí” levantando
los brazos.
--Y tú
cómo lo sabes.
--Higinio,
que siempre lo haces, como todo el mundo.
Bueno, pues a él le da igual, él lo
que quiere es empapelar al rey Melchor.
Don Armando, socio fundador del
bufete y persona cabal, consigue finalmente aplacar el instinto vengador de su
amigo con la promesa de estudiar el caso, sopesar las posibilidades que le
brinda la jurisprudencia y, si es oportuno (lo será, lo será, pronostica don
Higinio), interponer ante los tribunales competentes la correspondiente
denuncia.
Pero don Armando sabe ya que no va a ser el caso. Que no puede ser. Mejor, que no debe. Y eso a pesar de que don Higinio tiene razón, un poquito de razón, no toda. Que sí, que don Armando sabe que hubo algo de intención, no mucha, de cascarle el caramelazo. Sin hacer daño, entendámonos, sin hacer mucho daño. Las gafas se rompieron al caer, de eso él no tiene la culpa. Nada, eso se arreglaba con cuatro perras. Lo del chichón, lo del chichón, piensa riendo para sus adentros, eso sí que no tiene precio. Porque, para qué nos vamos a engañar, la intención fue esa, sin querer hacer sangre, desde luego, eso no. Pero... Nadie mejor que él para saberlo. Anda que no gozó detrás de las barbas.
Manuel Arriazu
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