(Lo
leí recientemente en la prensa, o lo escuché sabe Dios dónde. Parece ser que
los códigos cifrados de los Americanos, durante la segunda guerra mundial, se
basaban en la lengua de los Navajos, conocida por no más de una treintena de personas.
Cada división americana tenía su “navajo” y la orden era “matar al navajo” para
impedir que cayera en manos del enemigo y con él el código.)
Guardamos celosamente nuestro fuero
interno. Lo codificamos y destruimos la clave, o la guardamos cuidadosamente en
el interior de nuestro interior. Necesitamos, parece ser, una coraza frente a
esta ley de la selva en la que dejar translucir la más mínima debilidad puede
significar sufrimiento.
Sólo muy de cuando en cuando,
bajamos las barreras, las defensas, y permitimos que algo o alguien capte la
verdadera esencia de nuestra forma de ser, de nosotros mismos. Acabamos casi
siempre decidiendo que no mereció la pena y experimentamos traición o
desengaño. Y como un miembro retráctil, más doloridos e inseguros si cabe,
volvemos a enclaustrarnos, a encerrarnos en una espiral interna. Nuestros
sentimientos viven en la clandestinidad.
Seguimos codificando los mensajes
que nos relacionan con nuestro entorno y nos encontramos sumergidos en un magma
hostil y nuestros mensajes van, claro, codificados en una clave oscura e
impenetrable. Creemos estar defendiéndonos. Las sonrisas no lo son; los
agradecimientos, tampoco; nuestras metas, ficticias (por inconfesables);
nuestras opiniones, tasadas y medidas; nuestros anhelos, amordazados; nuestros
sentimientos, reprimidos… Y ante el peligro de que nuestro código se descubra y
nos deje al descubierto, desprotegidos e indefensos ante los demás, no dudamos
un momento en “matar al navajo” antes de que caiga en manos del enemigo. Con
tal de no dejar al descubierto nuestra intimidad, antes de dar muestras de la
más mínima debilidad, evitamos confiar en los demás, confiarnos a los demás y
preferimos anular el mensaje, negarnos a nosotros mismos, perjurar de esa parte
que preferimos ajena y sentirnos así un poco más seguros, aunque asustados y
llenos de temores.
¿Quién no ha sentido alguna vez la
sensación, real o ficticia, de haber descifrado el código, de haber capturado
al “navajo” de otro? ¿No hemos sentido ese equívoco poder, esa sensación de
dominio?
A veces el mensaje es tan claro que
la clave no existe, no hay navajo a quien capturar y sentimos la sospecha como
una aguijada en el costado. Desconfiamos del mensaje y desconfiamos de su
sinceridad.
Quizás
sentimos un poco de vergüenza ajena y nos preguntamos si todavía es posible
andar por ahí, por la vida, si es posible sentir todavía el genuino sabor de la
autenticidad, de lo ingenuo, de la felicidad, de la dicha, y expresarlo sin que
se transforme indefectiblemente en un boomerang que, más tarde o más temprano,
nos hiera y nos haga sufrir.
2 comentarios:
Ayer te conocí en la clase de Pepe Alfaro a la que acudiste a darnos unos consejos. Fue interesante. He echado un vistazo a tu blog y aquí me quedo.Como me ha gustado lo que he visto te he colocado entre los blogs recomendados en el sidebar del mío.
Un saludo desde mi mejana
Buenas tardes, Felipe. Gracias por visitar el blog y por tus comentarios. En realidad lo tengo un poquito descuidado, pero seguiré añadiendo entradas de temas que me parecen interesantes (además de pequeños artículos y otras cosas relacionadas con esto de escribir...)
Me alegra saber también que mis experiencias pueden ayudar a otros. Pepe fue muy amable al darme la oportunidad de hablaros.
Visitaré tu blog (ahora ando un poco liado, pero prometo echarle un vistazo a fondo...)
Gracias de nuevo.
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