martes, 8 de noviembre de 2011

El tío Celerino


            
 

"Yo tenía un tío que se llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió. Por eso me preguntan mucho por qué no escribo: pues porque se me murió el tío Celerino que era el que me platicaba todo… Pero era muy mentiroso. Todo lo que me dijo eran puras mentiras, y, entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras”.

                         Juan Rulfo

         Quien más y quién menos anda en busca de su tío Celerino para que le platique y, aunque sean mentiras, puras mentiras, sepa uno con qué manchar de negro los folios. Y hacerlo en condiciones.
         Como nadie se engaña, no es cuestión de andar esperando a que a nuestro tío Celerino le dé por manifestarse en no importa qué ser de naturaleza espiritual y etérea, cada cual sabe de dónde le llegan las historias que cuenta. Y suele suceder que andan ahí, como al descuido, esperando la mirada distinta que las sepa distinguir de entre la morralla. Pero hay que saber mirar con ojos distintos. No es fácil. Porque el filtro de nuestras obsesiones acaba por contaminar aquello que miramos y, así, es difícil ver. Aunque, en definitiva, y tal vez por eso, uno acaba escribiendo de aquello que le obsesiona.
Algunos amigos y conocidos, esos que saben que escribes, raro vicio, se toman a veces la molestia de atribuirse funciones de “tío Celerino” y te dicen, escucha, escucha que esto sí que es para un cuento, lo vas a ver, un cuento macanudo. Te relatan entonces una historia sin alma a la atiendes por pura cortesía. Qué, te dicen al final. Y tú te las ves y te las deseas para, sin comprometerte a nada, no resultar grosero. Porque uno escribe de un algo que casi siempre es insignificante pero que en un determinado instante adquiere un brillo especial y es imposible ya quitarse de la cabeza ese gesto, esa palabra, ese silencio que nos llevará a escribir un cuento que sólo nosotros hemos sabido que existía, igual que una avellana dentro de la cáscara que todos ven. Sólo que en este caso nadie sabe tampoco qué es eso, que desde luego no es una avellana. Sería demasiado fácil.
Un cuento nace a veces de no se sabe dónde, de un lugar tan interior e íntimo que es imposible definir. En otras de un algo tan concreto e insignificante que parece mentira. Las más de las veces tomamos nuestras historias prestadas de la realidad aunque para ello sea necesario dotarlas de un aura de ficción que las haga verosímiles. Más creíbles que la propia realidad. Es que pasó en realidad, te dirán. Ya, ya, pero...
Rulfo no quiso escribir más y se escudó en la muerte de su tío Celerino. Seguramente fue él, literariamente hablando, quien lo mató, para no seguir escribiendo.

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