lunes, 15 de agosto de 2011

Botones.

    Uno de mis relatos, titulado "Botones", tuvo la suerte de resultar ganador del Concurso de Cuentos "Ciudad de Tudela". El día de la entrega de premios leí el cuento ante el público que asistía al acto, como es preceptivo. Entre ese público se encontraba un amigo, mucho más que aficionado al cine, Julio Mazarico, y, pasados unos días se puso en contacto conmigo porque el cuento le había impresionado y deseaba llevarlo a la pantalla. El proyecto se llevó a cabo finalmente y el resultado fue un corto de ocho minutos editado en 35 mm. que obtuvo varios galardones en certámenes cinemato- gráficos.
          El relato y el corto utilizan, por supuesto, lenguajes diferentes. No podía ser de otro modo. Quien lea el relato y vea el corto podrá comprobar la existencia también de algunas diferencias en la historia. No es lo mismo palabra que imagen. Y queda claro que es una película "basada en".
      Siempre he estado a agradecido a Julio por el hecho de haber llevado a la gran pantalla (se estrenó en el cine Moncayo) este relato.
      Por eso os propongo "Botones" en sus dos versiones, la literaria y la cinematográfica. Espero que ambas os gusten.






BOTONES

 

-Manuel Arriazu Sada-


               Era la costumbre. El mismo día del entierro, por la mañana, mucho antes de que la proximidad del funeral ejerciera su influjo y la casa se llenara de vecinos y amigos, de llantos, aparecía la señorita Flor, ya nadie recordaba que hubiera otra anterior, con su sonrisa triste, con su vaporoso vestido negro, de luto, aliviado apenas por las florecillas blancas, inmaculadas, casi procaces, que nacían en su pecho, la cabeza cubierta por su pamela, negra también. Como una aparición fuera de lugar y de tiempo. En las manos, enfundadas en sus guantes de encaje, como siempre, nadie recordaba que hubiera sido jamás de otro modo, aquel presente, aquel paquetito primorosamente envuelto en papel de seda de colores crema, pálidos y suaves, con su lazo de raso, tan chocante, tan fuera de lugar. Como ella misma. Pero ya nadie extrañaba su presencia, todos la aceptaban como inevitable, como se acepta la llegada del día o de la noche. Nadie se sorprendía. Ya no. Llamaba a la puerta con modales desusados y esperaba a que alguien le franquease la entrada, pase usted, señorita Flor. Porque a pesar de los años todos seguían llamándola así. No le preguntaban nada, a qué venía, qué hacía ella allí, no, no le preguntaban, simplemente se apartaban para dejarle pasar. Se interesaba dulcemente por la viuda con su voz de terciopelo, en un susurro, si podría verla, tenía algo para ella. Nunca recibió, a saber por qué, una negativa. En un principio, aquella primera vez que posiblemente no fue ella, tuvo que ser la sorpresa la que impidió reaccionar adecuadamente a quien podía negarse. Más tarde, con seguridad, fue la costumbre. A nadie hacía daño, a nadie. Y el aire se llenaba de su perfume denso, perfume francés, por donde ella pasaba, dejando una atmósfera herida por un hilo de aroma sensual, diferente, que sometía las voluntades despertando profundos ecos inconfesables allí donde germina el deseo. A pesar de los años. Porque también el recuerdo despierta a la llamada de las pasiones dormidas y aplacadas. Sentía, cómo no, la animosidad callada de las mujeres, de todas ellas, sin excepción. Porque todas podían sentirse amenazadas por su presencia inoportuna. Solía rezar un instante frente al féretro, dedicando una última mirada al finado, guardando un silencio respetuoso, como de oración, y era obligado que aquel beso callado viajase desde sus labios a los fríos labios del difunto, volando en su mano grácil, desnuda de su guante negro de encaje, como una paloma que portara su último mensaje. Siempre ocurría así, nadie recordaba que jamás hubiera sido de otro modo. Después presentaba sus condolencias a la inconsolable viuda, acompañándola en el sentimiento, confesando compartir con ella el dolor de la partida de aquel que descansaba en paz. Lo hacía, como siempre, en un tono y unas formas ya en desuso. Aquellas muestras de dolor solidario acababan por conmover a quien escuchaba sus palabras, notando a la par el tacto consolador de su mano enguantada, de la otra desnuda, en la propia mano que anidaba entre ellas como pájaro aterido. Dos besos, apenas un roce. Antes de partir ponía en sus manos aquel presente, aquel regalo fuera de lugar, inadecuado, que la viuda recibía en silencio, sin preguntar nada, como una ofrenda póstuma a un dios que ya no existe, acunándolo en su regazo de mujer sola, sola ya, reprimiendo apenas un sollozo entre palabras de agradecimiento. Tiene que ser fuerte, le decía. Y regresaba por donde había venido, con la misma parsimonia. Lo hacía a pie, despacio, muy despacio, como si el tiempo sufriese en esta labor un elongamiento imposible, hasta casa del Almirante. No hacía falta preguntar, todos sabían de dónde venía, a dónde iba. Todo se sabía. Nada tan evidente y manifiesto como su vida. Todo se sabía. Todo menos el misterioso contenido de aquella cajita envuelta con primor en papel seda y liada cuidadosamente con su lazo de raso. Nadie. Sólo ellas. Las viudas. Y eran ellas precisamente las menos proclives a dejar que trascendiera una palabra, a colaborar en que aquel secreto dejara de serlo. Nadie les hubiera creído. Porque ellas mismas no entendían qué significado podía encerrar el contenido de aquella cajita que la señorita Flor depositaba en sus manos de viuda y que ellas abrían en mitad de su insomnio de aquella noche, tal vez la siguiente, en el mar inmenso de una cama de matrimonio. Botones. Cientos de botones. Botones pequeños, botones traslúcidos, botones nacarados, grabados y lisos,  botones de hueso, de madera de olivo, de almendro, botones rústicos, botones blancos, transparentes, veteados,  botones de poliéster, de concha, de hueso… Botones. Desparejados en su mayor parte. Alguien dice haberla escuchado decir, a ella, sin venir a cuento, que parecía desvariar, que los botones de verdadero nácar se distinguen porque se mantienen fríos al tacto. También que el aceite protege y da prestancia a su brillo. Botones. Un inmenso tesoro de pequeñas cuentas redondas, irisadas, como hitos de un extraño rosario de ojales. Un pequeño tesoro habitado por el número cabalístico de sus orificios, siempre pares, siempre en el centro de aquel mundo, en el que ellas, sin saber qué pensar hundían sus dedos, como en arena, dejando resbalar por entre sus dedos, para sentirlos fríos al tacto y notarlos huir por entre las yemas, como respuestas que no se dejan atrapar y desertan, despavoridas, para escucharlas entrechocar como conchas marinas. No podía ser sino locura. La de la señorita Flor, no cabía otra cosa. Y allí siempre se respetó a los locos, mucho más que a los muertos, mucho más. Mientras, la señorita Flor seguiría habitando la casa del Almirante, al otro lado del río. Como fue desde tiempo inmemorial. Soportaban su presencia como se soporta la tentación, lo inevitable. Todo el mundo sabía que la señorita Flor no se dejaría ver de nuevo por el pueblo, que nadie volvería a verla caminar por sus calles, visitar sabe Dios qué casa, hasta la próxima ocasión en que la muerte visitara varón. Extraña locura. Los hombres la veían ya pasar con aprensión, de regreso a la casa del Almirante, al otro lado del río. Se habían librado. Por ahora.
                   La cajita que Sofía Santos recibió era grande y durante noches enteras trató de desentrañar el significado del secreto de aquellos botones. Los contó. Trescientos cuarenta y siete. Los volvió a contar. Trescientos cuarenta y nueve. De nuevo. Trescientos cuarenta y siete. El número nada le dijo. Finalmente decidió desterrar de sí la idea de seguir el rastro de sospechas que ni siquiera existían.
                   El número de botones que contenía el regalo que recibió Lisenda Marcos, superaba el medio millar. A Lisenda le dio por emparejarlos, pero no llegó a conclusión alguna. Apenas si consiguió reunir varios pares y algún dudoso trío. Cuatro unidades iguales. Tanto daba.
                   Alguna extraña revelación hizo que a Ana Delia Remonte, viuda de Secundino Redón, le diera por clasificar los doscientos cuarenta y dos que recibió, número capicúa -y Ana Delia creía mucho en el azar de los números-, por el número de orificios. El resultado la dejó perpleja ya que ciento veintiuno resultaron ser de cuatro agujeros. Los otros ciento veintiuno, de dos. Y que ella supiera ciento veintiuno, los dos resultantes, seguían siendo capicúas. Se santiguó al percatarse.
                   Cándida Lomero se fabricó un collar ensartando en una fina liz encerada los más de setecientos treinta botones que contenía el presente que ella le entregó. Lo llevaba siempre puesto y si alguien le preguntaba respondía que no era incumbencia de nadie lo que ella gustara o decidiera ponerse al cuello. Únicamente ellas comprendían.
                   Teófila Sabando jamás los contó. Eran ciento setenta y siete, pero ella nunca lo supo. Fortunata Res decidió ordenar su colección de botones en un cartón con gomitas que se agenció en una mercería. Emerenciana Lodos se los quiso regalar a Dolores Argüelles, la camisera, pero a ver qué iba a hacer ella con tanto botón suelto, con todo se los quedó, ya vería ella. Hubo quien se fabricó un rosario. Siempre sobraban avemarías. La mayor parte decidía guardar aquel raro presente tan sólo porque les traía a la memoria, de algún extraño modo, el momento triste de la despedida de su difunto marido.     

                   Por eso nadie se sorprendió al verla atravesar el puente, bien de mañana, más que de costumbre, y enfilar la calle que lleva al barrio alto a través de las callejas que rodean la iglesia, sembrando los efluvios de su perfume francés en aquella atmósfera límpida, esparciendo el aroma de su secreto por todos los rincones de la calle. Todos sabían lo que portaba en sus manos. Y cumpliendo aquel extraño rito, aquella costumbre santa de consolar a la viuda, se plantó frente a la casa del difunto Gregorio Malvás. Llamó a la puerta y alguien le abrió. Pidió, como siempre lo hacía, aquel permiso que ya nadie pensaba siquiera le pudiera ser negado. Pero, contra la que era su costumbre, pasó frente al féretro sin ni siquiera hacer mención de pararse ante él y se dirigió directamente, con una decisión casi impropia en ella, cuyos movimientos parecían regirse por la incertidumbre, hasta la figura exigua de aquella mujer de luto que la miró acercarse de un modo tan distinto a como imaginó que ocurriría. Hizo un amago de levantarse, pero fue ella, la señorita Flor quien lo impidió con un mínimo gesto de la mano sobre su antebrazo. No, no, dijo, no es preciso. Y, en aquellas mismas manos, extendidas y abiertas, depositó su presente. Pronunció las palabras de consuelo que todos sabían que habían de pronunciar sus labios y, al poco, se despidió. Pensaron quizás que sería ahora cuando al pasar junto al féretro hacia la puerta de salida, se pararía frente al cadáver de Gregorio, para rezar, quién sabe si para depositar uno de aquellos besos de despedida. Pero no lo hizo, no, y Milagros, la viuda, fue testigo de cómo la señorita Flor incumplía la costumbre de despedir al que partía. Permaneció Milagros aún, durante unos segundos, sin pestañear, esperando quizás el milagro de un regreso que no se produjo. Y echó a llorar desconsoladamente. Notó también que aquella cajita envuelta en papel de colores, con su lazo de raso, apenas si pesaba, como si contuviera la nada, tan ligera la sentía en la palma de sus manos, sobre su regazo, y ya entonces comenzó a sospechar. Supo que aquella noche, cuando la soledad conquistara su corazón definitivamente, le quedaría todavía por pasar aquella prueba. Tendría que abrir de par en par, con el aliento contenido, el corazón oscuro de aquella leve urna de cartón que ella le había traído. Porque algo le decía que había de ocurrir lo que finalmente ocurrió, que estaba vacía. Completamente vacía. Y sin saber la razón, sospechando que había algo más por lo que sufrir, se echó a llorar, sin lágrimas, que había agotado ya para entonces su capacidad de llanto. Se desesperó porque no entendía que, en medio de su desgracia, pudiera haber algo peor que la muerte de su Gregorio. No podía entender aquella afrenta, aquella falta de delicadeza, en ella, en quien tanta consideración mostraba para con todos. Ni siquiera rezó ante él, ni siquiera le dirigió una mirada, recordó quejosa. Se sintió estafada, herida en lo más profundo en su alma de mujer, y pasó varios días en un puro dolor que la sumió en un estado de desasosiego que contagió a quienes le rodeaban, que en modo alguno comprendían lo que podía andar ocurriendo. Fue Miguel, su hijo, quien se plantó delante, con una decisión insospechada, madre, que ya era tiempo de dar explicaciones. Y se las dio. Le explicó su padecimiento, su desconsuelo, y a pesar de que él trató de restar a lo ocurrido una importancia que únicamente Milagros, su madre, era capaz de dar a un hecho intrascendente, insustancial, carente de significado, una mínima semilla de duda anidó en su corazón. Germinó pujante uno de aquellos días de borrachera y jarana, un sábado de amigos y de farra en la que los pasos, como en tantas ocasiones, les llevaron hasta el otro lado del río. Más tarde Miguel sería incapaz de recordar con nitidez qué pudo ocurrir allí, en la casa del Almirante. El vapor del alcohol formó en su memoria una nebulosa densa que lo impedía. No recordaría el nombre de su chica aquella noche, ni la hora o el modo en que regresó a casa. Sabía, eso sí, que en medio de su delirio etílico gritó su nombre Flor, la señorita Flor, que tenía que verla. Lo gritó mil veces. Lo pidió con una violencia inusitada que únicamente la noticia de que ella le recibiría fue capaz de aplacar. Llegó a su puerta tambaleándose, sosteniéndose apenas de pie. Le abrieron. Ella estaba allí, sentada en la penumbra carmesí de las luces indirectas, de la calidez de la decoración en rojo, y le indicó que pasara, que podía sentarse, en aquel sillón, frente a ella. Y recuerda también que hablaron de lo que pasó, de la muerte de su padre, del dolor de Milagros, de su afrenta. Supo que ella le escuchaba, que también habló. Tu madre, recordaba que le dijo, no tiene de qué quejarse. Todo lo demás se perdía en la misma nebulosa. Recordaba extrañamente que en un momento dado ella le preguntó, ¿tienes novia?, les había visto pasear algunas tardes, al otro lado del río. Se recordaba a sí mismo pronunciando su nombre Rosa, Rosa Escriba, confesando que la quería, confesándole su amor por ella a aquella sonrisa irónica que le llegaba por entre la niebla. Nada más. La señorita Flor le vio salir tambaleante todavía aunque algo más sereno, como si hubiera comprendido. Pero tenía razones para dudarlo. De nuevo quedó sola la señorita Flor y una de las chicas se aproximó a ella y depositó algo en la palma de su mano. Es suyo, de Miguel, no fue difícil, él mismo me lo dio sin preguntar, como siempre hacen. La señorita Flor asintió, entendía. Cuando se quedó sola se sentó frente al escritorio y, en un recorte mínimo de papel seda escribió aquel nombre, Rosa, seguido del apellido que él había pronunció. Se levantó después, se dirigió al armario del fondo, y  al abrirlo apareció ante ella aquel inmenso mundo de cajitas de cartón, cada cual con su nombre rotulado. No tardó en hallar la suya, Miguel Malvás, casi vacía. La había añadido hacía no mucho tiempo. Introdujo en ella el papelito con el nombre de Rosa y, con un suspiro, dejó caer en su interior el botón de la camisa de Miguel que la chica le había entregado. Un extraño tributo al que nadie ponía reparos. Algún día ella los recibiría. Porque ellas solían quedarse. Tal vez, de esto no podía estar segura, se los tuviera que hacer llegar en persona. Tal vez no, que los años no pasaban en balde. No importaba. Alguien, otra señorita Flor, lo haría por ella.
o-o-o

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