domingo, 9 de octubre de 2011

Superdotados


            Dice mi amigo que es cierto, que la gran mayoría de los niños superdotados de nuestras escuelas permanecen sin diagnosticar. Lo dice así y le hago caer en la cuenta de que habla de ello como si en realidad se tratase de una enfermedad. Ahora, me dice, se les llama “alumnos de altas capacidades”. Y es que está visto que los eufemismos necesitan remozarse, igual que si fueran piezas desgastadas del motor de una lengua.
            A mí, el concepto de “niño superdotado”, siempre me ha dado un algo de repelús. Más de un algo. Sobre todo porque para “ser” no se necesita reconocimiento alguno. Se es y ya está. No hace falta que nadie te diga “eres” porque la esencia no requiere de convención alguna. Y esa naturaleza esencial de la persona es la que, en mi opinión, vale. Sin publicidad de ningún tipo. En todo caso si la potencialidad de ser no alcanza el nivel de la realidad, como si no fuera.  Es más, no es.
            Mi amigo me mira de reojo cuando escucha mi siguiente argumento. Me lo repita, bromea. Y se lo repito, claro, que no entiendo cómo desde la mediocridad se puede decidir acerca de la alta o baja capacidad ajena. Ahí te he pillado, me dice, porque uno puede no ser veloz y sin embargo estar capacitado para medir la velocidad. Pasamos justo en ese momento frente a un coche aparcado, no recuerdo el modelo, y le reto, si sería capaz de determinar sus posibilidades. Lo hace claro, ya que conoce la marca, y se echa a reír cuando yo le aseguro todo serio que la pifió, que ahí donde lo ve, tiene, además de su potencia teórica, una tara, una avería. Cualquier coche mediocre puede alcanzar una velocidad que él ni soñaría. No es cierto, claro, pero podría serlo. Puedo decidir que algo es más veloz que yo cuando, al menos en una ocasión lo ha sido. Y eso teniendo además en cuenta que podría no ser siempre así.
Decidir que un niño tiene “altas capacidades” y justificar con ello el hecho de que no sea capaz de hacer lo que el mediocre, no me parece de recibo. Es que se aburren, justifica mi amigo. A mí también, le digo, que aquí donde me ves yo podría ser campeón de salto de altura. Por mi “alta capacidad”. Lo que pasa es que ponerme a saltar dos diez, dos treinta, dos cuarenta y cinco, me aburre. Me aburre entrenar. Y no quiero. Porque la voluntad también tiene algo que ver en todo esto. Como lo tiene cualquiera de los aspectos de la personalidad y la inteligencia del individuo. Somos un recipiente con gran capacidad, pero en realidad los “agujeros”, la altura a la que se encuentran del fondo, son los que marcan las posibilidades reales. Y son  muchos y muy diversos los “agujeros” de la personalidad.
No convenzo a mi amigo, claro, cuando le digo que a la par del “diagnóstico” de “alta capacidad” deberían tener en cuenta la elaboración del mapa de “agujeros” que hacen posible que no aflore a lo cotidiano. Que el movimiento se demuestra andando. Y aquí, y en eso estamos de acuerdo los dos, hay mucho listo.

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